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La revolución del Biolítico

[dropcap]E[/dropcap]l movimiento ecologista ha sido y es sumamente importante para la defensa de la naturaleza, pero una mayoría del mismo parte, creo, de una premisa errónea: la de que el ser humano es un cáncer para el planeta y que, inevitablemente, acabará por devastarlo. Desde esta perspectiva, el enemigo a combatir es la humanidad y su insaciable apetito por los recursos naturales. Y la metodología, evitar la expansión del cáncer a “tejidos y órganos” sanos. Toda acción conlleva una reacción, y el movimiento ecologista trata de contraponerse a la explotación ilimitada e inconsciente de la vida propia de la sociedad de consumo. Pero como suele ocurrir en este tipo de dinámicas, el resultado es un círculo infinito de lucha entre extremos. A veces un extremo gana y otras lo hace el contrario, en una danza ciega que nunca llega a una resolución.
Sin embargo, hoy somos testigos del renacer de otra forma de estar en el mundo que emana de nuestro ser más esencial, cuyas características están recogidas y reflejadas en casi todas las tradiciones espirituales del mundo, así  como en cosmovisiones indígenas y paleolíticas. Esta visión se manifiesta en todas las ramas del saber y del hacer, aunque de forma aleatoria, sin que pueda ser interpretada o poseída de manera exclusiva por nadie. Es una corriente que nos afecta y une a todos por igual.
La investigación científica, la medicina, la educación, la economía, la estructura social, por nombrar algunas, están esbozando nuevas propuestas que parten de una visión integradora y holística que pone el foco en el vínculo y las relaciones entre las distintas partes en lugar de verlas de forma aislada. El salto cualitativo de este nuevo paradigma es enorme y sus consecuencias, insondables. Me atrevería a decir que estamos en la antesala de una nueva etapa de mayor madurez y armonía para la humanidad, a la que denomino Biolítico.

Evolución

Para comprender el Biolítico hay que ver la historia de la humanidad desde sus albores. El Paleolítico – con seres humanos cazadores recolectores – tiene una duración aproximada de dos millones de años. La transición al Neolítico – cuando domesticamos las plantas y los animales – comienza hacía el 10.000 a.C. y se expande hasta unos 3.500 a.C., momento en el que comienza la Edad Antigua hasta llegar a la Edad Contemporánea actual.
El Paleolítico o infancia de la humanidad, supuso un período 150 veces mayor que el Neolítico y la historia reciente juntos. Durante aquella etapa, como sabemos por los restos pre-históricos y por las características de los pueblos indígenas cazadores/recolectores que aún pueblan nuestro mundo, el ser humano se sentía parte indisoluble de un todo animado e inanimado, como una hebra más en la urdimbre del tejido sagrado de la vida. La naturaleza humana arcaica, más cercana a nuestra verdadera esencia, como lo es la de los niños respecto a la de los adultos, queda reflejada en el universo simbólico de estos ancestros: reverenciaban a la Madre Tierra, tenían una comprensión holística de la existencia y la certeza de que la realidad se manifestaba a través de un eterno ciclo de regeneración y equilibrio entre fuerzas opuestas. El Neolítico representa la etapa en la que el hombre domestica la naturaleza y a sí mismo, y se escinde de ella. Nuevas creencias sustituyen a las antiguas. Y así llegamos a la Edad Contemporánea: la etapa de desarrollo científico, tecnológico e industrial, de la explosión demográfica, la abundancia y el consumismo; de la explotación bélica, económica, ideológica y política del pueblo y de la crisis ambiental. Una etapa en la que prevalece una visión mecanicista, extractiva y lineal del mundo, dominada por el raciocinio, la competitividad y el sometimiento.

Entrar en la madurez

Al actual sistema socieconómico le conviene establecer unas creencias y valores que anulen cualquier atisbo de inconformismo, cooperación, autosuficiencia o liberación. El sistema nos atrapa como a drogadictos, haciéndonos creer que dentro de lo malo es lo mejor, y que cuestionar las reglas es igual o peor que el exilio a la pobreza, el anonimato y el rechazo.
Este período moderno, postindustrial, tecnologizado y de enormes avances es algo similar a la pubertad de la humanidad. En la infancia se sientan los cimientos de nuestra identidad y se aprende a vivir, a  entender la relación de lo que somos en relación a lo demás. En la pubertad ganamos independencia, cuestionamos lo que somos y nos empoderamos hasta incluso arriesgar nuestras propias vidas por pura inconsciencia. Es lo que corresponde a esta etapa. Pero solo si la superamos, nos adentramos en la madurez, un período en el que recuperamos el vínculo con la familia y los valores que nos fueron depositados, y en el que vivir adquiere otro significado, más profundo y atemperado.

Un vínculo profundo

En esta pubertad de la humanidad nos hemos rebelado contra la Madre Tierra, nos ha arrastrado la vanidad y la egolatría del que lo cuestiona todo, sintiéndonos por encima del bien y del mal, cegados por el egoísmo del que no ha sufrido lo suficiente como para asumir las consecuencias de sus actos y entender que nada ocurre de forma aislada.
El biolítico, como indica la propia palabra, será la etapa no de la piedra vieja (Paleolítico), ni de la piedra nueva (Neolítico), sino de la piedra viva. Una etapa en la que el ser humano recupere el vínculo con su verdadera naturaleza a través de su reflejo en una tierra exuberante con la que vivía en armonía. Una etapa en la que la vida en su diversidad y magnitud sea el centro neurálgico de todo: fuente de inspiración, alimentos, salud, sabiduría, conexión, libertad, profundidad…
Pero, ¿cómo llegaremos al Biolítico? Ahora que estamos sumidos en una crisis que nos afecta a todos los niveles, en la que la sensación de importancia y fragilidad ante un sistema voraz es mayor que nunca, parece imposible imaginar cómo escabullirnos de este callejón sin salida. Además, muchos de los movimientos que surgen como respuesta a las dinámicas más agresivas y destructivas actuales no son más que otra expresión de lo mismo. Una reacción a una acción, pero partiendo del mismo movimiento.

Una nueva conciencia

La lucha no es la vía para salir de esta situación, del mismo modo que una enfermedad no se sana atenuando los síntomas. Este combate nos frustrará, desgastará e incluso consumirá. El camino es alimentarnos del modelo actual para aprender, ver con claridad las consecuencias de hablar escogido la opción equivocada y reforzar aquello que ya nos dice nuestra sabiduría innata. Y a partir de ahí, crecer, tejer redes y unirnos a otros que comparten esa misma sensibilidad y la llamada al cambio, tender puentes y facilitar la transición a los que vienen detrás.
Es el momento de hacer mucho trabajo interior, de perdonarnos, de darnos otra oportunidad, querernos y confiar en que aquello que es perverso, opresivo y contra natura acabará cumpliendo su ciclo dando pie a un nuevo comienzo cuyas semillas hibernan pacientes esperando su oportunidad para germinar.
Como heredera de uno de los pioneros en el despertar de la conciencia ambiental, prefiero denominar al movimiento ecologista la Nueva Conciencia. Esta Nueva Conciencia no parte de la premisa de que el ser humano es un enemigo a batir y a extirpar de la naturaleza, que una vez liberada de nosotros, podría crecer a sus anchas. La naturaleza es lo de menos. Podría volver a caer un meteorito y desaparecer el lince, los bosques, los océanos, los lobos… El fenómeno vital se reinventaría. Somos una mota de polvo, pequeños y, a la vez, maravillosos e ilimitados. Por eso, de lo que se trata es de cómo la naturaleza nos puede salvar a nosotros. Luchar contra la desaparición de especies, mitigar el cambio climático, frenar la desaparición de los bosques solo trata los síntomas, pero no va a la raíz de la enfermedad del planeta. Y la raíz somos nosotros: una humanidad sumida en una pubertad que podría tornarse suicida.

Valores ocultos

El trabajo a medio y largo plazo debería orientarse a cómo recuperar el vínculo, cómo construir un nuevo sistema en cuyo centro pivote la naturaleza, cómo reorientar la educación para la libertad, la creatividad, la curiosidad y para que, en definitiva, pueda brotar todo nuestro potencial. La naturaleza es el mapa de vuelta a casa, es el espejo que puede hacernos recordar de nuevo quiénes somos y cómo debería ser la vida. La Nueva Conciencia es la transición a la madurez, no la vuelta a la infancia. Se trata de preservar todo lo bueno que nos ha traído la juventud, pero enraizado en valores que orienten y pongan límites a nuestra forma de relacionarnos con el mundo y con nosotros mismos. De redescubrir la fuerza ilimitada del Ser.
Este artículo fue publicado originariamente en papel para la revista Mente Santa. Posteriormente ha sido transcrito para el blog El Lamento no Viene a Cuento, y reproducido en Travindy con permiso de la autora.